Veinticinco horas al día. Crónica de un documental

Por Jesús Robles

Mi asistencia a la premier mundial del nuevo documental de los Beatles se pagaba bien en las casas de apuestas de la city por la mañana. Aun así, ni yo mismo hubiera gastado una libra en jugar. Sólo la habilidad del redactor titular de esta web, J.R.M.H., para escaquearse en el último momento con las excusas más peregrinas, las amenazas del director y la precariedad de mi contrato laboral me llevaron allí.

Así que tuve que dejar la merienda en lo mejor, en el momento de hincarle el diente a la solitaria rodaja de chorizo con la que adorno el bocadillo de la tarde y plantarme en el cine más clásico de la ciudad, en el que ya esperaba un público de lo más variado.

Me llevé una sorpresa cuando al apagarse las luces de la sala proyectaron el desfile de “celebrities” por la azul alfombra que llevaba al cine Odeon de la capital londinense, y me pregunté si había merecido la pena el sacrificio. Todo eran escenas muy conocidas, coches de lujo de los que bajaban residentes de Belgravia y otros barrios ricos, decenas de fans solicitando autógrafos y selfies, y dos entrevistadores pasando por simpáticos y gastando esas preguntas usadas.

Por suerte, entre ladrón y tostón, una vieja jukebox seleccionaba pedazos de caramelos de los primeros años de los de Liverpool. En ese momento notas cómo se desencadena el viejo proceso químico, el vello se yergue y la humedad parece precipitarse. La música nos salva, recordé que habíamos leído tantas veces. Esas canciones están tan vivas como el primer día.

Noto que el aforo del cine Rex está deseoso de que lleguen Paul y Ringo, no por su gracia ya escasa, ni por la curiosidad de cómo irán vestidos, sino porque sabe que será el último acto del show y la imágenes en blanco y negro del documental calmarán el desasosiego que producen algunos de los modelitos que desfilan por la pantalla.

El documental del que hablamos, The Beatles: Eight days a week, no es sino otro subproducto de la explotación de una marca lustrosa, algo que ya tocaba después de unos años sin asaltar las posiciones más visibles de las ferias mundiales del merchandising y cuando algunos bolsillos empezaban a sonar a hueco. Pero no quiero hablar de lo que ofrece. No es nada conveniente sabiendo que vais a ir a verlo. Tenéis que ir a verlo. Así que me centraré en lo que no tiene.

El film no se molesta en urdir nuevas teorías que aporten más morbo sobre los motivos de la separación, no saca de la chistera conejos que no conociéramos, pasa de puntillas por el asunto de las relaciones personales entre ellos, y cuando se vislumbra la amenaza de la melaza de la camaradería entre cuatro jóvenes díscolos, famosos y algo caprichosos, queda sepultada por lo esencial: Su pasión por la música.

Y la música, recuerdo que dijo alguien, nos salva. Nos salva a nosotros y también a esa peli que dieron ayer en el Rex y en cines de todas las partes del mundo. La música se apodera de las imágenes y en ese momento imagino a la audiencia de todos esos cines del centro de las ciudades o del centro comercial, modernos o clásicos, haciendo como yo: “tap tap” con los pies en el suelo o tratando de controlar sus rodillas nerviosas al compás de Ticket to ride, I Saw Her Standing There o de tantas otras.

La música endulza esa tarde en la que ya vislumbramos el otoño en Murcia. Salgo del cine tratando de recordar alguna de las frases ingeniosas que escuché y no me acuerdo de ninguna. Tan sólo de algunos acordes. Y no me preocupa, porque como dice el Sr. Costello, el fan de los Beatles, desde la pantalla, si damos confianza a los músicos ellos nos llevarán a lugares desconocidos.

Y buscando esos lugares mis pies siguen con las pataditas.

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